“Cuando las Cabezas de las Mujeres se juntan alrededor del
fuego”.
(Simone Seija Paseyro, Uruguaya)
Alguien me dijo que no es casual…que desde siempre las elegimos.
Que las encontramos en el camino de la vida, nos reconocemos y sabemos que en
algún lugar de la historia de los mundos fuimos del mismo clan. Pasan las
décadas y al volver a recorrer los ríos esos cauces, tengo muy presentes las
cualidades que las trajeron a mi tierra personal.
Valientes, reidoras y con labia. Capaces de pasar horas enteras
escuchando, muriéndose de risa, consolando. Arquitectas de sueños, hacedoras de
planes, ingenieras de la cocina, cantautoras de canciones de cuna.
Cuando las cabezas de las mujeres se juntan alrededor de “un
fuego”, nacen fuerzas, crecen magias, arden brasas, que gozan, festejan, curan,
recomponen, inventan, crean, unen, desunen, entierran, dan vida, rezongan, se
conduelen.
Ese fuego puede ser la mesa de un bar, las idas para afuera en
vacaciones, el patio de un colegio, el galpón donde jugábamos en la infancia, el
living de una casa, el corredor de una facultad, un mate en el parque, la señal
de alarma de que alguna nos necesita o ese tesoro incalculable que son las
quedadas a dormir en la casa de las otras.
Las de adolescentes después de un baile, o para preparar un
examen, o para cerrar una noche de cine. Las de “venite el sábado” porque no
hay nada mejor que hacer en el mundo que escuchar música, y hablar, hablar y
hablar hasta cansarse. Las de adultas, a veces para asilar en nuestras almas a
una con desesperanza en los ojos, y entonces nos desdoblamos en abrazos, en
mimos, en palabras, para recordarle que siempre hay un mañana. A veces para
compartir, departir, construir, sin excusas, solo por las meras ganas.
El futuro en un tiempo no existía. Cualquiera mayor de 25 era de
una vejez no imaginada…y sin embargo…detrás de cada una de nosotras, nuestros
ojos.
Cambiamos. Crecimos. Nos dolimos. Parimos hijos. Enterramos
muertos. Amamos. Fuimos y somos amadas. Dejamos y nos dejaron. Nos enojamos
para toda la vida, para descubrir que toda la vida es mucho y no valía la pena.
Cuidamos y en el mejor de los casos nos dejamos cuidar. Nos casamos, nos
juntamos, nos divorciamos. O no.
Creímos morirnos muchas veces, y encontramos en algún lugar la
fuerza de seguir. Bailamos con un hombre, pero la danza más lograda la hicimos
para nuestros hijos al enseñarles a caminar.
Pasamos noches en blanco, noches en negro, noches en rojo, noches
de luz y de sombras. Noches de miles de estrellas y noches desangeladas. Hicimos
el amor, y cuando correspondió, también la guerra. Nos entregamos. Nos
protegimos. Fuimos heridas e inevitablemente, herimos.
Entonces…los cuerpos dieron cuenta de esas lides, pero todas
mantuvimos intacta la mirada. La que nos define, la que nos hace saber que ahí
estamos, que seguimos estando y nunca dejamos de estar.
Porque juntas construimos nuestros propios cimientos, en tiempos
donde nuestro edificio recién se empezaba a erigir.
Somos más sabias, más hermosas, más completas, más plenas, más
dulces, más risueñas y por suerte, de alguna manera, más salvajes.
Y en aquel tiempo también lo éramos, sólo que no lo sabíamos. Hoy
somos todas espejos de las unas, y al vernos reflejadas en esta danza cotidiana,
me emociono.
Porque cuando las cabezas de las mujeres se juntan alrededor
“del fuego” que deciden avivar con su presencia, hay fiesta, hay aquelarre, misterio,
tormenta, centellas y armonía. Como siempre. Como nunca. Como toda la vida.
Para todas las brasas de mi vida, las que arden desde hace tanto,
y las que recién se suman al fogón.
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