sábado, 26 de junio de 2021

El Dolor que No se Grita

 

El Dolor que No se Grita

Hay dolores que no se ven. No se gritan, no se dramatizan. No se transforman en llanto desesperado ni en gestos para que el mundo se detenga a mirar. Son dolores que se guardan en un rincón del alma, como si fueran un secreto compartido sólo entre uno y Dios.

Así fue el mío el día que perdí a mi hijo.
Francisco…
Tu nombre todavía me atraviesa el pecho como una brisa helada, como una caricia que ya no puedo devolver.
Era un día común, uno de esos en que la vida se disfraza de rutina para no anticipar la tragedia. Mi nieta, su sobrina de doce años, había venido a dormir a casa. Nunca imaginé que, mientras la cuidaba a ella, también estaba despidiendo a mi hijo.

Tenía un stent, problemas cardíacos, sí, pero creíamos que todo estaba controlado. Que la tormenta había pasado. Que la vida le estaba dando una nueva oportunidad. Y sin embargo, en la quietud de la mañana, llegó el ataque que se lo llevó.
Así, sin aviso, sin permiso, sin tiempo para abrazarlo por última vez.

Y entonces pasó lo imposible. Lo inhumano. Médicos. Policía. Covid. Morgue. Frialdad institucional ante el calor de una vida que se apagaba en nuestras manos. Y yo… yo era un hielo. Un silencio. Un escudo para mi nieta. La abracé, le dije que no se preocupara. Que todo iba a estar bien. Aunque por dentro sabía que nada volvería a ser igual.

No podía permitirme caer. Tenía que cuidar. Que sostener. Que mostrarle que aunque el dolor existe, no debe robarnos el amor por la vida. Le hablé de la muerte como un tránsito, no como un final. De la partida como un hasta luego, no como una ausencia eterna. Y creo… que lo entendió.

Francisco tuvo su despedida bajo un cielo diáfano, como si el sol también quisiera honrarlo. Éramos los de siempre: yo, sus hermanos, su sobrina, nuestra familia. Unidos. Enteros por fuera, atravesados por dentro. Pero con amor. Con ese amor que no se rompe con la muerte. Porque el amor, cuando es real, es inmortal.

Y en medio de ese abismo, la vida nos envió un gesto de ternura: mi hija, su hermana, estaba embarazada. Un alma que llegaba cuando otra se iba. Un equilibrio misterioso. Una bendición silenciosa. Como si Dios quisiera decirnos que todavía hay esperanza, que el ciclo continúa.

Ya pasaron cuatro años. Y aún me parece ayer. A veces siento que sigue aquí, a mi lado. Que me mira. Que me acompaña. Y tal vez por eso no he podido derrumbarme, ni llorar con drama, ni dejarme vencer. Porque mi dolor, aunque inmenso, se volvió una fortaleza. Un lugar desde el cual seguir sosteniendo a los que amo. Para que la muerte no sea un peso, sino una promesa: la de volver a encontrarnos.

Francisco, hijo de mi alma, estás en cada latido mío. En el aire, en los recuerdos, en la música, en el silencio.
Qué alegría por todo lo que te salvó la partida. Qué pena que te hayas ido.
Te bendigo, donde sea que estés. Y confío… confío con todo mi ser en que un día, más allá del tiempo, nos volveremos a abrazar.

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